El tiempo y el Champagne Perrier-Jouët Belle Epoque
Nuestra motivación por entender un mundo que cambia, muta y se desvanece continuamente parece ser casi universal. Es la respuesta a formas de relacionarnos que se modifican todo el tiempo, en una configuración histórica inasible pero que, de menos así, supera al bien y al mal. No importa si viajamos al campo, saludamos a la pareja y recordamos cuando la conocimos, trabajamos, prendemos un dispositivo, jugamos, reímos y lloramos, todo es nuevo. Día con día nos enteramos de incontables descubrimientos y se abren las puertas a las que intentamos entrar por años. Por fin las cruzamos, pero se cierran detrás nuestro.
Es la norma de existir, esa rutina que necesita sueños y deseos para aprender a soltar y experimentar el momento. Es lo que sucede cuando en el continuo perseguimos ideales clásicos, sino es que atemporales, que nos ayudan a comprender la vivencia propia y de los demás. Parecen pedazos de magia que hablan del instante antes que del pensamiento, de una búsqueda de amor, de la aceptación de la pérdida o derrota, del poder y, sobre todo, de la fiesta. La celebración se necesita porque somos los protagonistas de las transformaciones. No importa el principio ni el final, nos dice que podemos gozar eternamente, sostenidos por las más bellas anclas, simbólicas y hasta inmutables, cuales gritos de tierra a la vista.
No dudaría en describir al Champagne Perrier-Jouët Belle Epoque como uno de los ejes para sobrellevar la impermanencia. Es un ejemplo de un clásico que, como tal, cuestiona la vertiginosidad del cambio. Es el credo de la calma, del ahora, pero también de la euforia. Nos acompaña carente de ese futuro ansioso y crece como una imagen indeleble del deseo eterno y del periodo en el que fue creado. Su mensaje anuncia a los cuatro vientos que, si tarde o temprano todo pasará, más vale festejar.
Es lo que busco cuando hago estallar el corcho y brindo con este champán espumoso a la medianoche en la víspera de Año Nuevo. A esa hora el vino burbujeante y de color claro me transporta al lujo de las fiestas que han existido desde la época de las cortes reales y la aristocracia, hoy expandiéndose de forma más democrática.
Es el legado que nutrió los rituales seculares que reemplazaron a los religiosos y que asimismo se emplea para bautizar a los barcos, como otra agua bendita. Se produjo originalmente en Inglaterra y la versión dulce original después se puso de moda en París como un símbolo de estatus. Nos volvió locos con el paso de las décadas y se transformó en un fenómeno de consumo mundial a finales del siglo XIX.
Dentro de esta alegoría, la casa de champán de Perrier-Jouët es una central, de las cumbres del líquido. Se estableció en 1811 y hoy es reconocida en todo el mundo por sus botellas florales bellamente diseñadas y su increíble sabor.
Pero nace previo a la botella, de una fruta de color ámbar para el deleite de todos, recogida en perfectas condiciones de salud y madurez, con 10,9 grados de alcohol y delicados aromas de fruta fresca y crujiente.
La cuvée del Perrier-Jouët Belle Epoque con esto se vuelve un tótem social que solo se produce en los años cuando el equilibrio entre el alcohol, acidez y potencial de envejecimiento bailan al unísono, en una armonía entre sus tres variedades de uva: 50% Chardonnay, 45% Pinot Noir y 5% Pinot Meunier de media. Luego incrementa sus posibilidades en unas cubas termorreguladas a exactamente 12 °C y descansa en bodegas hasta por tres años, para alcanzar la madurez perfecta bajo tierra y resurgir como nuestros anhelos infinitos.
Efectivamente, es un champán de clase mundial e inmortal, como la existencia que observa al tiempo, al arte y sonríe.